Premio Nobel de Literatura 3001: Deep Blue, Quantum Flavor

Quise comenzar este ejercicio con el verbo «tender» conjugado en la primera persona del plural del modo indicativo: «tendemos». Si esa conjugación (como [yo/¿ella?] pretendía) va seguida de «a creer / a suponer», inmediatamente desechamos la acepción del verbo «tender» que permite construir puentes o secar la ropa, y la frase cobra un matiz claramente estadístico: «nuestro pensamiento suele dirigirse de manera natural a la creencia / suposición de que X…»
¿Por qué elegimos —y entendemos— con tanta facilidad e inmediatez una acepción sobre otra? ¿No hay, acaso, en esa naturalidad, algo artificioso, algo culturalmente apostillado? El verbo apostillar, a su vez, ¿no presenta una incómoda ambivalencia? Apostillar no es lo mismo que apostillarse, dado que el primero proviene de apostilla —acotación o glosa al pie de un texto— y el segundo de postilla, que puede ser lo anterior pero también una costra, la consecuencia de una herida. ¿Es lícito dar lugar a una imposición ideológica violenta, de un proceso de adoctrinamiento? ¿Necesitan estos procesos ser impuestos o lesivos, al menos en su mayoría? Además, el pronombre enclítico tampoco ofrece límites definitivos, pues también admite ambivalencias según los pormenores contextuales:
«Pero, ¿cómo no va iba a apostillarse?»
Retomemos, pues, el ejercicio: «Tendemos a creer que una idea puede apostillarse gracias a la cultura». Un procesamiento mental que llamaremos «Asperger» —con fines de claridad semántica— podría preguntarse, sobre el inicio de este párrafo, lo siguiente: «¿Hay ejercicios líquidos? ¿O son todos líquidos y, por tanto, pueden tomarse? Si así fuere, ¿cómo volver a tomarse algo que aún no ha sido tomado? ¿Se referirá, acaso, al verbo tomar como sinónimo de agarrar? No, no es posible agarrar algo de naturaleza intangible».
Para evitar mixtificaciones innecesarias, abandonaremos la tentación de seguir ejemplificando hasta lo insoportable los incontables e imprevisibles escenarios donde podría acecharnos la ambigüedad. Sin embargo, en medio y al margen de, y gracias a estos hiperbólicos ejemplos, daremos por ilustrado el punto central: ¿qué permite la comunalidad semiótica de un lenguaje? La gramática generativa de Chomsky, ¿ofrece luces en una dirección abiertamente psiconeurolingüística? ¿Dónde está la evidencia final de la interrelación entre neurona, símbolo y sema? Más aún, ¿qué justifica esa interrelación, si la hubiere, en el mamífero humano de manera tan acusada y exclusiva?
Un algoritmo posible (basado en la computación de nuestra era) necesita contrastar todas las capas significantes de un verbo dado (sus acepciones) con la frase propuesta dentro de un contexto o rango contextual para ejecutar la toma de decisiones sobre el significado más probable —más coherente— de la frase escuchada o leída. Dejaremos fuera, de momento, las insondables complicaciones hápticas y semánticas que podría encontrarse una interfaz táctil [su CPU, sus algoritmos] con la diferencia entre:
1) un apretón de manos o de antebrazo (es decir, el diferencial semiótico de presión derivado de la cantidad de fuerza ejercida por cada dedo en relación con una estructura del cuerpo humano, un momento, un espacio, un colectivo, una Weltanschauung, un Zeitgeist y un momentum grupal, sus interrelaciones, sus idiosincrasias particulares, grupales y la intersección entre ellas, un biopsicosocioclima específico, un sistema de estímulos y su heptangulación con y entre los cinco sentidos organolépticos y los alegadamente otros dos sentidos suprasensoriales) que dice: «mejor vámonos»;
2) y otro «minúsculamente» diferente que dice: «vámonos ya».
Por contraste, sea la lengua que hablemos, el cerebro humano parece no necesitar el desperdicio de recursos energéticos o temporales en tales comparaciones o en hacernos saber que las realiza: simplemente lo entendemos. No ignoramos que, naturalmente, ni nuestra experiencia sensorial ni nuestra actividad consciente están necesariamente sincronizadas con la extrema velocidad de procesamiento del cerebro, que podría (por razones de momento solo hipotéticas) no requerir ningún tipo de automonitorización o sincronización paraencefálica: léase, participación del aparato consciente. Esto podría aplicar, en principio, al mayor volumen de actividades de procesamiento encefálico, donde se conjetura que la participación de ese misterio llamado «consciencia» no es en absoluto requerido.
No obstante, los chistes que no entendemos o las preguntas más abstrusas de un examen nos obligan a plantearnos más de una interrogante:
¿Qué ventaja tiene en tales circunstancias tener plena consciencia de nuestra imposibilidad de darle sentido a lo percibido, de dar respuesta a lo formulado? El cerebro, acostumbrado como parece a ser un gran solitario autosuficiente, ¿a qué otra entidad apela cuando se declara incompetente? Si no es a sí mismo, ¿a quién acude? ¿Al alma? ¿Es el alma una instancia superior del funcionamiento cerebral, la sede de lo que conocemos como intuición? ¿Es el alma, esa Übergeist, la evidencia física del inconsciente colectivo de Jung? ¿Es el inconsciente colectivo la evidencia física de una posible (intuida) interconexión interdimensional?
Estás en clase de inglés, tienes 11 años. La frase
I didn’t realise how terrific it was back then
no es lo que parece. Tu cerebro se expone por primera vez a los falsos cognados —es la intención de la persona frente al pizarrón— y se expone por partida doble. Realise. Terrific. La palabra «terrific» —alegas con adolescente, imprudente seguridad— tiene que ser la versión inglesa de «terrorífico». Eres una persona aguda y curiosa, y has visto antes la grafía «realize». Te planteas la posibilidad de que una significa «realizar» —has caído en la trampa— , pero el cambio de grafema te desconcierta. Naturalmente, aún no te has enterado de las diferencias ortográficas entre el inglés británico y el norteamericano. Tu cerebro sigue pidiendo auxilio fuera de sus silenciosos cómputos habituales. Colapsas, te rindes, quizá te duele la cabeza. Curioso. Tu cerebro «te ha pedido» ayuda, pero has fallado. ¿Quién ha fallado? ¿Es tu inteligencia una entidad fuera de tu cuerpo, que todo lo resuelve por su cuenta hasta que necesita contar contigo? ¿Quién eres, entonces? ¿Qué somos? ¿Dispositivos auxiliares, prescindibles de la consciencia?
Una computadora, diseñada para la ejecución del algoritmo lingüístico más avanzado, lee o escucha:
Tiende el lomo, mamita,
sin t(é)mer, a lo tender,
E-ozono chi lo entender
molto tender, tendidita
Aunque llegue a manipular a la perfección la totalidad de las gramáticas y las acepciones de todas las lenguas vivas y extintas, ¿cómo se programa la emoción de la picardía ante estos versos y, sobre todo, cómo se codifica su intrincada y polivalente respuesta? ¿Cómo decide el algoritmo responder —porque comportarse está del todo fuera de su alcance— como una hermana dominica o una geisha? ¿Es, ineludiblemente, una apología de lo humano, del cerebro humano, señalar estas encrucijadas lógicas? ¿Por qué es tan sencillo para la mente escolástica —a menudo la menos elástica— agredir estas propuestas con medieval efervescencia?
tender un puente a lo
tender un puente a lo
tender un puente a lo
tender
¿aló?
¿aló?