Une tal sapiens

¿Cómo elegir esa palabra urgente, el nombre en singular de la descendencia de los dioses, sin rebajarnos al dogma o la complacencia? Por un lado, la polaridad, la tradición, la herencia kybaliónica, la probable y aparente fatalidad de un universo maniqueo. Pero las entidades mentales y las fenoménicas coliden en dramático desencuentro: solo las primeras gozan de libertad creativa y ontológica. A lo sumo, en la realidad manifestada —o su apariencia— solo las singularidades (en el corazón de un agujero negro) podrían acceder a la categoría de dioses o inaccesible expresión de su voluntad. De allí sobreviene el marco general del drama: sobreponerse a la ilimitada legión de lo imaginario. Una hembra cis de sexo fluido, no binaria y poliamorosa, con óptima salud reproductiva, no escapa a la imposibilidad de transferirle a un varón la proeza del parto. Las polémicas raíces omne y humus, que no derivaron hacia un punto medio, son irrecuperables, a pesar de las numerosas y dudosas aclaratorias de última hora. Aunque triunfe en español el género neutro propuesto con la vocal e, no amainaría el debate: En las lenguas desprovistas de género, ¿cómo borrar las numerosas huellas patriarcales que no dependen del artículo? ¿Es una empresa abarcable? Si lo fuere y accediera al podio de la ejecución, ¿en qué medida ayudaría a suprimir la patriarcalidad en la vida no simbólica, a extramuros del lenguaje, en la dureza fenomenológica de la subyugación de cualquier sujeto de nuestra especie identificado real o simbólicamente como mujer? De regreso a lo discursivo, ¿qué cultura ancestral, comprobablemente libre de patriarcado, merece ser invocada en nuestro auxilio? ¿Qué criterios habrían de observarse para estimarla digna del rescate? ¿Cuáles grupos humanos y por qué deberían decidirlo? De contar con un vocablo candidato (porque hubiéramos elegido un tributo en lugar de un neologismo), ¿sería accesible a las fonaciones dominantes? ¿Es posible que un consenso emergente de género ofrezca la asepsia emocional de taxi y hotel cuando —de regreso a lo fenoménico— la dualidad de lo manifestado es más imponente que la multipolaridad de lo psíquico? ¿Está en una lengua artificial, existente o futura, una opción inmune al rechazo de lo antinatural? En última instancia —y arriesgándonos a una involuntaria complicidad hegemónica—, ¿es posible o deseable globalizar un it que no sea reificador?
Por el otro, en la improbable pero feliz circunstancia de llegar a un acuerdo, ¿cuánto se habría avanzado en la dirección correcta? Justo ahora, mi redacción concibe un protagonista imaginario, cuyo sexo e identidad de género no es relevante en la historia. He pensado: un individuo, una persona. Ambos implican una toma de partido, la ineludible exclusión del otro. Palabras como ser tampoco resuelven el problema, porque el sustantivo ideal seguiría desfigurado bajo el látigo del artículo. El artículo indeterminado une, ¿une o divide? Naturalmente, he podido apelar al aséptico alguien, pero resulta evidente que abusar de tal recurso devendría, a mediano plazo, en lesiones estilísticas, ambigüedades semánticas y, a largo plazo, en mutaciones gramaticales. «Érase una vez alguien, que no era vecino de cualquiera. Alguien —que no era cualquiera— no tenía a alguien con quien compartir la alegría de ser alguien, de no ser cualquiera».
Ludopedagogía aparte, resultan evidentes los problemas de largo plazo de soluciones afines a esa exploración. Ensayemos: poniendo de lado la desdeñable variante donde alguien y cualquiera se escriben con mayúscula, así como la sectaria versión donde el artículo indeterminado un cambia masculinamente el sentido de la historia, ¿cuál es el verdadero beneficiario de la variación? ¿La lengua o su usuario? ¿La oralidad o la escritura? ¿Lo mental o lo fenoménico? Las academias [¿sensatas?] terminan por ceder arbitrado espacio a eventos lingüísticos cuya etiqueta oscila, una vez más, bajo la violencia gravitatoria de lo dual: la regla o el uso. La maleabilidad de las lenguas, en cambio, proviene de la ilimitada generosidad de la mente y sus entidades caóticas, pueril y fecundamente a salvo del bien y el mal. Así, de vuelta al barullo, ¿qué puente elegir? ¿Por qué y para qué construirlo? Otro ensayo: «Saludos, visitantes. Bienvenidos a la Tierra. La gran familia humana les saluda». Dando por sentado que la frase es traducible al idioma de los forasteros, ¿la categoría «género femenino» sería comprensible o relevante para ellos? De serlo, ¿sería un recibimiento feminista? Si, tras las ceremonias de bienvenida se desplegase una guerra contra ellos, ¿asociarían la guerra con la feminidad que acaba de recibirles?
Huelga decir que el razonamiento antrópico sería, casi con seguridad, incompatible con la cognición alienígena, pero es el primero y no esta última la que nos ocupa. Es nuestra única y agobiante rueda de hámster. Más allá de un término feliz que llegue a feliz término en la nada genérica pugna de los géneros, subyace un problema de orden superior: la identificación de los mecanismos de asignación de valor. ¿Es importante hallar esa conciliadora palabra o se nos hizo creer en su importancia? Si esto último es cierto, ¿es genuina la iniciativa o proviene de alguna agenda ideológica oculta? ¿Resuelve parte del conflicto de fondo, que no es imaginario sino profundamente fenoménico? ¿Cuánto podría reducir la tasa de femicidios y ablaciones genitales el hallazgo de esa palabra mágica?
No es una búsqueda inútil, sin duda alguna. Será una adición simbólica relevante al repertorio de conquistas contra la aplanadora patriarcal. Pero más allá del símbolo, la brecha seguirá intacta. Y ante ella, sin ningún género de duda, la legión de lo imaginario seguirá sin el poder de tender un puente hacia la conmoción, la justicia, el estallido.