Carta a cualquier vos

Esperar es un verbo que necesita bancas, brazos caídos o cruzados, rendición. Requiere un optimismo absurdo, una molicie del alma que se persigna y se resigna ante el dudoso poder del deseo.
La premisa básica de quien espera algo es que no necesita salir a buscarlo, porque para eso está el azar, Dios, los dioses o cualquier otra habitual sinonimia, que en una oscura y afortunada maniobra suya le hará merecedor de ese anhelo, así sin más, como quien gana la lotería o forma parte de la lista de subsidios del destino.
Yo, por mi parte, (y perdón por la descortesía de confesar mi desesperación) jamás te esperé. Jamás pude, jamás habría podido. No sé si fue a causa de la inconformidad, de la hiperactividad, de la soledad, pero salí a buscarte desde niño, desde antes que el amor fuese abstracción, cultura, línea editorial, desde que la necesidad de encontrarte se hizo equivalente a la necesidad de buscarte, desde que la violencia de tu ausencia empezó a molestarme en los dientes de leche, en la amigdalitis, en la rosa pisoteada de Wilde que me anunció las espinas que hallaría en el sendero hacia vos.
Como todo el que anhela, creí encontrarte muchas veces: en el primer y fallido intento de beso, en el primer beso, en la primera caricia secreta, en la primera comunión de las miradas, en el primer silencio compartido, en el primer aullido a dos voces, cuerpo a cuerpo, bajo la luna solar de la entrega. Después, incrédulo pero no tanto, sospeché encontrarte varias veces tras las ventanas del metro, en la fila del cine, en las películas, en los páramos, en toda mirada furtiva que me decía (o en la que yo leía): «Entrá. Ya estás en casa». Luego, sórdido y vencido, decidí buscarte como símbolo, como metáfora, y creí hallarte en mis amigos, en mis mascotas, en mis guitarras, en la imbesable imaginación.
Reanimado por un par de eventos felices —que una vez más te los atribuí a vos—empecé a sospechar que, en efecto, te había encontrado, pero quizá me había empecinado tanto en seguir buscándote que te dejé pasar, por incrédulo, por imbécil o por ambas. Quizá la costumbre de la incredulidad me había convertido en un buscador que ya no quería encontrar lo que buscaba, vaya el azar a saber por qué. Pero no duró mucho la ilusión, afortunadamente: una simple regla de tres (es decir, cuando los terceros no sobran) me dio la dulce bofetada que necesitaba. Vos seguías allá afuera, y no había tiempo que perder.
Hecho de nuevo con mi indumentaria de explorador, decidí probar una nueva estrategia: buscarte entre todas las mujeres, como pesca de arrastre, sin el antiguo baremo de mi idealización de vos. Matemáticamente, la estrategia lucía promisoria.
Como ya habrás calculado, no fue la multiplicación de los panes sino de las penas, las propias y las ajenas, pero me sirvió para descubrir (o para que me fuera revelado) que mis movimientos hacia vos compartían un desacierto fundamental, fallaron todos por la misma razón, es decir, por la misma locura: salí a buscarte con las puertas cerradas, sin luces de bengala, sin estrella de Belén hacia el pesebre de mi alma, sin dejar que vos también me buscaras a mí. Me pregunté, entonces, con el amor en vilo, con el amor sangrante: ¿y si estuvimos cara a cara, vida mía? ¿y si nos encontramos y fue mi culpa que te fueras, y fue mi culpa no dejarte entrar a casa? ¿y si eres una entre todas las estrellas y sólo una para esta lamentable noche que he sido sin tu lumbre?
Fue entonces, después de la sombra y del vino, cuando vi todo claramente. Sólo una catástrofe de tal magnitud podía haberme traído la revelación subsiguiente, el eslabón perdido, la piedra filosofal. Te encontré en todos los besos, todas las furias, todos los paroxismos del alma, todas las eucaristías del vientre, todas las mujeres que han sido vos y han sabido encontrarme a pesar de mis ventanas cerradas, de mis llaves perdidas, te encontré y te sigo encontrando en cada rincón glorioso del mundo, en todos los seres y las cosas que me han hecho a imagen y semejanza de tu anhelo, tu anhelo que tampoco me esperó y salió a buscarme porque sí, porque asistimos al signo del encuentro como al de la vida, porque nunca estuvimos separados, porque nunca lo estaremos.
Hoy me acechas nuevamente en esa esquina que doblaré o estoy doblando, hoy elegirás un rostro familiar o desconocido, hoy tendrás unos dioses o ninguno, hoy tocarás a mi puerta o yo a la tuya. Pase lo que pase, no quiero seguir buscando. Sé exactamente quien quieras ser, ignora la mala puntería de mi imaginación y de mis sentidos. Sólo aparécete con la desnudez final de la entrega, con la categórica sencillez del para siempre. Yo ya estoy desnudo.